domingo, 31 de agosto de 2025

Cartagena soy yo

Hace unos días el alcalde afirmó: “el que se mete con el desarrollo de la ciudad se mete conmigo”, en reacción a la orden de un juez que suspendió las obras de rehabilitación de colegios públicos. Una frase fuerte, cargada de emotividad, que refleja la tensión entre los proyectos de gobierno y el control judicial.

Pero Cartagena no es un yo. Cartagena somos nosotros: sus ciudadanos, sus niños que caminan cada día hacia el colegio, sus docentes que esperan aulas dignas, sus jueces que aplican la Constitución, sus líderes comunitarios, sus comerciantes y sus barrios enteros que sueñan con vivir en paz.

En democracia, nadie puede apropiarse de la ciudad como si fuera un patrimonio personal. Y menos cuando se trata de decisiones judiciales, que son parte esencial del Estado de derecho. Las órdenes de un juez no son caprichos: son garantías para que las obras se hagan dentro de la legalidad y con seguridad jurídica.

Los datos son claros. Más del 79% de los colegios en Cartagena siguen sin señalización escolar, a pesar de que la ley y el Acuerdo 145 de 2024 ordenaron corredores seguros. El problema no es sólo construir nuevas infraestructuras, sino también garantizar entornos de seguridad y prevención que hoy brillan por su ausencia.

La ciudad necesita menos frases contundentes y más hechos verificables. Necesita que el debate político no convierta a los jueces en enemigos ni a las instituciones en obstáculos. Porque si Cartagena es de todos, debemos construirla con respeto a la ley, con transparencia y con control ciudadano.

Cartagena soy yo. Cartagena somos nosotros. Y nadie puede hablar en nombre de toda una ciudad, menos para deslegitimar el papel de la justicia.

domingo, 24 de agosto de 2025

Cartagena Invisible

En los discursos oficiales, Cartagena se muestra como una Superciudad que avanza a paso firme. Colegios nuevos, ruedas gigantes, comedores y anuncios de turismo internacional llenan las pantallas de redes sociales.

Pero detrás de esa vitrina existe otra ciudad, una que no aparece en los videos institucionales ni en los hashtags: la Cartagena Invisible.
Es la ciudad de los niños que caminan a sus colegios sin señalización vial, de los barrios que viven entre aguas negras, de los cartageneros que ya no pueden disfrutar de sus playas por precios abusivos, y de las familias que sienten miedo cada vez que una moto pasa a su lado.
Esta Cartagena, la que se oculta, también merece ser contada.

Cartagena no es una ciudad uniforme: se organiza en tres localidades —la Localidad Histórica y del Caribe Norte (LHCN), la Localidad de la Virgen y Turística (LVT) y la Localidad Industrial de la Bahía (LIB)— que, a su vez, se dividen en 15 Unidades Comuneras de Gobierno (UCG). Según los datos de Ciencuadras (2013), en el territorio se reconocen 205 barrios distribuidos en estas tres localidades y quince comunas.

Este mapa administrativo, que en teoría debería garantizar cercanía entre la institucionalidad y la ciudadanía, revela también las brechas que alimentan la Cartagena Invisible: mientras unos sectores concentran la inversión, la visibilidad mediática y la promoción turística, otros acumulan años de rezago en servicios básicos, infraestructura comunitaria y seguridad cotidiana. La misma división político-administrativa que busca ordenar la ciudad deja al descubierto la desigualdad entre lo que se muestra y lo que se oculta.

Las cifras sociales confirman esta fractura. Según datos recientes, Cartagena tiene un 41,1% de su población en condición de pobreza moderada y un 13,2% en pobreza extrema. Es decir, más de la mitad de sus habitantes viven con carencias que afectan la dignidad cotidiana: acceso al agua, transporte seguro, vivienda adecuada y oportunidades laborales.

El contraste es brutal cuando se observan los indicadores de turismo y de ingresos del sector industrial. Mientras la ciudad recibe más de siete millones de visitantes al año y concentra operaciones estratégicas en su zona portuaria e industrial, una parte significativa de sus ciudadanos sigue atrapada en la precariedad. La paradoja se hace evidente: Cartagena brilla en las estadísticas macroeconómicas, pero se apaga en los hogares de sus barrios más vulnerables.

A este panorama se suma la tasa de desempleo del 12,4% en 2024, una de las más altas entre las principales ciudades del país. El desempleo no solo limita la capacidad de consumo de miles de familias, sino que también profundiza la sensación de exclusión en una ciudad que, paradójicamente, se proyecta como un motor de turismo e industria. La falta de empleo digno convierte en un espejismo las promesas de progreso: mientras la economía crece para unos pocos, la mayoría de cartageneros enfrenta la incertidumbre diaria de cómo sostener a sus hogares.


La inseguridad agrava aún más esta realidad. En 2024, Cartagena registró una tasa de homicidios de 36 por cada 100 mil habitantes, una de las más elevadas del país. Esta cifra refleja no solo la violencia que se vive en las calles, sino también la incapacidad institucional para garantizar el derecho básico a la vida y la tranquilidad ciudadana. Mientras la narrativa oficial insiste en la idea de una ciudad que avanza y se transforma, los cartageneros conviven a diario con el miedo, el sicariato y la sensación de desprotección.

Escuelas sin protección

En Cartagena, la seguridad escolar debería ser un compromiso innegociable. Sin embargo, la realidad es alarmante: en una revisión de campo realizada en 450 colegios y 27 universidades, encontramos que más del 79% de las zonas escolares no cuentan o no esta en condiciones que cumplan con la señalización vial reglamentaria.

Este dato revela una paradoja dolorosa. Mientras se anuncian megacolegios como símbolos de modernidad y transformación, los estudiantes que ya transitan por las calles siguen expuestos al riesgo diario de accidentes. Hablar de revolución educativa sin garantizar cruces seguros, reductores de velocidad o señales claras es construir sobre arena movediza.

La Cartagena Invisible es también esta: la de los niños que caminan a clases entre carros y motos sin que nadie les proteja, la de los padres que cada mañana encomiendan a sus hijos a la suerte del tráfico. Es una ciudad que se enorgullece de levantar colegios nuevos, pero olvida que la seguridad empieza en la calle.

Turismo que excluye

El turismo es uno de los motores de la economía de Cartagena. Cada año, más de siete millones de visitantes llegan a la ciudad atraídos por su historia, su gastronomía y sus playas. Sin embargo, este éxito contrasta con la experiencia del cartagenero común, que ve cómo sus propios espacios se le vuelven inaccesibles.

Los precios abusivos en zonas como Cholón o en restaurantes del Centro Histórico son prueba de una ausencia de control efectivo de la autoridad. Una limonada puede costar lo mismo que el salario diario de un trabajador informal, mientras los organismos de vigilancia se limitan a mostrar cartas de precios sin verificación real.

La Cartagena Invisible es esta también: la del cartagenero que ya no puede disfrutar de sus playas, la de las familias locales que miran desde lejos un paraíso convertido en privilegio para pocos. Se celebra el récord de turistas, pero se silencia la exclusión de quienes deberían ser los primeros beneficiarios del desarrollo turístico.

Barrios olvidados

Más allá de los anuncios de grandes obras y proyectos icónicos, existen comunidades que conviven a diario con la desidia institucional. En Santa Ana, por ejemplo, los habitantes llevan desde 2022 denunciando la presencia de aguas residuales que inundan sus calles, afectando la salud, el turismo comunitario y la dignidad de sus familias.

Este no es un caso aislado. En múltiples barrios de Cartagena, los ciudadanos viven entre problemas de alcantarillado colapsado, falta de drenajes y servicios públicos deficientes, mientras observan cómo la agenda oficial celebra ruedas gigantes, malecones o inauguraciones vistosas.

La Cartagena Invisible es la que no aparece en los videos institucionales: la de los niños jugando entre aguas negras, la de los líderes comunitarios que llevan años pidiendo soluciones sin respuesta, la de ciudadanos que sienten que su barrio no hace parte de la llamada Superciudad.

Seguridad que no llega

En campaña, el hoy alcalde fue una de las voces más críticas de la violencia: contaba uno a uno los homicidios y cuestionaba la pasividad institucional. Un año y medio después, los datos son peores y el silencio más profundo. La incoherencia es evidente: quienes prometieron autoridad se refugian en hashtags y ceremonias, mientras la ciudadanía sigue expuesta a la crudeza de una violencia cotidiana que no da tregua.

La Cartagena Invisible es, también, la ciudad del miedo: la de las madres que esperan a sus hijos en la puerta con temor, la de los barrios que anochecen bajo el eco de las balas, la de una ciudadanía que ha normalizado lo inaceptable.

La Cartagena Invisible no es un eslogan, es una realidad que se respira en cada esquina olvidada.
Mientras se inauguran vitrinas y se repiten hashtags, miles de ciudadanos siguen esperando lo básico: seguridad, dignidad y reglas claras.
Visibilizar estas ausencias no es revanchismo: es un acto de ciudadanía. Porque la primera condición para transformar una ciudad es reconocer lo que no se quiere mostrar.

Hoy hacemos visible lo invisible para recordar que Cartagena no se construye solo con cemento ni espectáculos, sino con coherencia, justicia y respeto por su gente.

miércoles, 12 de marzo de 2025

La ensalada de palabras del petrismo

En el discurso político contemporáneo, especialmente en el entorno del petrismo, se ha hecho evidente el uso de una técnica discursiva que recuerda a la "ensalada de palabras". Este concepto, proveniente de la psiquiatría, describe un discurso carente de coherencia, en el que las frases parecen no tener conexión lógica y se utilizan de manera confusa. Más allá de una simple falta de estructuración, esta estrategia puede emplearse con una intención clara: generar caos para evitar el debate racional y desviar la atención de los problemas centrales.


La ensalada de palabras es una herramienta efectiva cuando se busca manipular la conversación y confundir al interlocutor. En el petrismo, esto se ha convertido en una práctica recurrente. A través de discursos llenos de retórica vacía, afirmaciones contradictorias y cambios constantes de posición, los líderes petristas evitan asumir responsabilidades y consiguen que sus críticos queden atrapados en debates estériles.


Uno de los rasgos más comunes de la ensalada de palabras en el petrismo es la conversación circular. Se pueden plantear críticas legítimas sobre la situación económica, social o política del país, pero la respuesta será siempre una vuelta al mismo discurso, ignorando los argumentos presentados. Por ejemplo, si se señala el aumento del desempleo, la respuesta puede ser una diatriba sobre el "neoliberalismo salvaje", sin nunca abordar directamente el problema de la falta de oportunidades laborales.


Otra técnica utilizada es la proyección: acusar a los críticos de los mismos vicios que caracterizan su propio discurso. Se acusa a la oposición de "desinformar", cuando son ellos quienes lanzan afirmaciones sin sustento. Se presentan como víctimas de una "guerra mediática", a pesar de contar con plataformas de comunicación aliadas que amplifican su mensaje.


El petrismo también se vale del caos como herramienta política. Los cambios bruscos en la dirección del gobierno, los anuncios contradictorios y las reformas sin una planeación clara generan un ambiente de incertidumbre constante. Este desorden no es accidental: al mantener a la población en un estado de confusión, se dificulta la organización de una oposición efectiva.


El uso de la ensalada de palabras en el petrismo no es un fenómeno aislado, sino una estrategia deliberada para desviar la atención, evitar el debate racional y consolidar su poder. En los próximos meses, es previsible que esta estrategia se intensifique a medida que se acerquen las elecciones de 2026. La clave para contrarrestarla está en identificar estas tácticas y exigir claridad y coherencia en el discurso político.

jueves, 16 de enero de 2025

De las Barras Bravas y Otros Demonios.


Por Luis Ernesto Ramírez Hernández

La pasión desbordada es una constante en la historia humana, capaz de elevarnos a alturas insospechadas o de arrastrarnos a las más bajas miserias. Gabriel García Márquez capturó esa dualidad en Del amor y otros demonios, donde la línea entre la locura y el amor se difumina hasta la obsesión. Esa misma lógica parece aplicarse, de manera perturbadora, en la violencia que emana de las barras bravas en el deporte y en la política, donde las emociones se desbordan en formas tóxicas que trascienden la simple lealtad y se convierten en agresiones irracionales.


En Colombia, como en muchas otras partes del mundo, las barras bravas no solo representan una parte colorida del espectáculo futbolístico, sino que han evolucionado hasta convertirse en verdaderos agentes de caos y violencia. La reciente situación en Medellín, donde un miembro de las barras generó disturbios que resultaron en sanciones al equipo local, pone de manifiesto un problema más amplio: ¿Hasta qué punto la pasión desmedida justifica la violencia?


Las autoridades han intentado frenar estos excesos con regulaciones y restricciones, desde cerrar fronteras hasta prohibir la entrada a los estadios. Sin embargo, el problema de fondo sigue sin resolverse: la pérdida del pensamiento crítico en aquellos que se dejan llevar por la pasión irracional. La barra brava no es solo un grupo de seguidores; es una manifestación de la ausencia de raciocinio colectivo, un espacio donde el individuo pierde su identidad para sumergirse en una masa guiada por la emoción y la agresión.


Esta lógica no se limita al fútbol. La política en Colombia ha sido, y continúa siendo, un campo de batalla donde las barras bravas han encontrado un nuevo terreno para desplegar su violencia, aunque ahora en forma de agresión verbal y cibernética. Alguno miembros del Pacto Histórico y del Centro Democrático, por mencionar solo dos ejemplos, actúan como si estuvieran en una cancha de fútbol, lanzándose ataques inclementes y sin fin. La crítica política ha sido reemplazada por la etiqueta fácil, la fake news y el insulto personal.

Lo preocupante es que esta dinámica ha llevado a una polarización social que recuerda los momentos más oscuros de la historia. El pensamiento crítico se ha desvanecido entre las filas de aquellos que, cegados por su devoción a líderes carismáticos, no permiten ni siquiera el más mínimo cuestionamiento. Atacar a su líder es, para ellos, atacarlos a ellos mismos. Esta simbiosis entre seguidor y líder, donde cualquier crítica se convierte en una ofensa personal, es peligrosamente similar al fanatismo religioso, donde el líder es visto como un mesías intocable.


La violencia, en cualquier forma, es inaceptable. No hay violencia buena o mala, solo violencia. Lo mismo debe aplicarse al terreno de la política: el uso del lenguaje violento, del ataque personal y de la deshumanización del contrario es una forma de violencia que debe ser proscrita en cualquier sociedad que aspire a ser democrática.


Vivimos en tiempos donde la opinión pública debería ser responsable, tanto en la esfera política como en la social. Sin embargo, lo que observamos es un incremento en los ataques irracionales, una incapacidad para aceptar la divergencia de pensamiento. Nos estamos sumergiendo en una espiral donde solo tienen cabida aquellos que piensan igual, eliminando cualquier espacio para el diálogo constructivo. Esto es alarmante, ya que una sociedad que no puede convivir con las diferencias está condenada al totalitarismo.


El reto que enfrentamos como sociedad es aprender a convivir con opiniones diversas, a debatir sin destruir, a criticar sin deshumanizar. Los líderes, sean deportivos o políticos, están llamados a ser criticados, pero esa crítica debe estar basada en hechos y argumentos, no en insultos o violencia. De lo contrario, estaremos perpetuando un ciclo de destrucción que solo beneficiará a los totalitarismos, aquellos que son el opuesto exacto de la libertad que tanto defendemos.


Es hora de dejar de ser barras bravas de la política y del deporte, y comenzar a ser ciudadanos críticos, responsables y tolerantes. Solo así podremos construir una sociedad verdaderamente democrática y libre

¿Son los Uribistas Iletrados?

Esta pregunta me la plantea un gran amigo, a quien respeto mucho, en relación con una afirmación realizada por el caricaturista Matador. Según él, el “uribista no lee”. Esta declaración, además de ser generalizante, se suma a una tendencia preocupante: ahora hay quienes también consideran que ser moderado es sinónimo de ser iletrado. Para responder a esta afirmación, propongo el siguiente ejercicio.


La Real Academia Española define “iletrado” como adjetivo equivalente a “analfabeto”, con dos acepciones: 1) que no sabe leer ni escribir, y 2) ignorante, sin cultura o profano en alguna disciplina. Si partimos de esa definición, la afirmación de Matador resulta problemática y reduccionista. Señalar que un sector del espectro ideológico colombiano no lee ignora los datos generales sobre hábitos de lectura en el país.


Según la Encuesta Nacional de Lectura del DANE, los colombianos leen en promedio 5,1 libros al año (dato que incluye a personas mayores de cinco años). Es decir, si tomamos literalmente la afirmación de Matador, solo una parte ideológica del país estaría representada en estas estadísticas, mientras que el resto, al parecer, “no lee”. Esta interpretación no solo es ilógica, sino que también invisibiliza la diversidad sociocultural y educativa del país.


Otro dato relevante lo proporciona una publicación del portal Las2Orillas, que, con base en cifras de la Cámara Colombiana del Libro (2019), indica que el promedio real de lectura es de aproximadamente 2,7 libros al año por persona. A esto se suma que, según la misma encuesta, al 28,3 % de los colombianos no les gusta leer. Si siguiéramos la lógica de Matador, tendríamos que concluir que ese 28 % son uribistas, lo cual carece de toda base empírica y reproduce estereotipos infundados.


Además, el Latinobarómetro 2018 arroja información interesante sobre la confianza en las instituciones en Colombia. La Iglesia ocupa el primer lugar con un 63 %, seguida por las Fuerzas Armadas (44 %), la Policía (35 %), la Registraduría (28 %), el poder judicial (24 %), el Gobierno (22 %), el Congreso (21 %) y los partidos políticos (13 %). Aunque la confianza en la Iglesia ha disminuido diez puntos en cinco años (del 73 % en 2013 al 63 % en 2018), sigue siendo la institución en la que más confían los colombianos.


Si aplicáramos la “teoría” de que quienes creen en Dios o confían en la Iglesia no leen, eso nos llevaría a asumir que el 63 % de los colombianos son iletrados. Y si continuamos con esa lógica, también habría que concluir que ese 63 % son uribistas. ¿Es eso correcto? Veamos los resultados de la segunda vuelta presidencial: Iván Duque obtuvo el 53,98 % de los votos frente al 41,80 % de Gustavo Petro. Sin embargo, la abstención fue del 48 %, lo que invalida cualquier correlación simple entre votación y características ideológicas o culturales.


Lo que sí puedo afirmar con claridad es que la reflexión de Carlos Gaviria Díaz sigue vigente. Él decía: “La tarea de la universidad es formar buenos ciudadanos, es decir, formar personas para la convivencia, y formar personas para la convivencia es educar en la democracia.” Agregaba también que en Colombia no tenemos contradictores, sino enemigos. Quien no piensa como yo, se convierte en mi enemigo. Esa actitud, según Gaviria, es fascismo.


Etiquetar al otro como “iletrado” o “mamerto” no es solo una falta de respeto, sino un acto violento. Las ofensas lo son, vengan de donde vengan. Si queremos construir una sociedad pluralista e inclusiva, tenemos que aprender a respetar la diferencia, a tolerar y a aceptar a quienes piensan distinto. En palabras de Alfred North Whitehead: “No hay verdades absolutas; todas las verdades son medias verdades. El mal surge de quererlas tratar como verdades absolutas.”


Quiero cerrar con otra reflexión de Carlos Gaviria: “Hay que disentir, siendo esto la capacidad de ser autónomo, que es la capacidad de argumentar por qué mi posición es mejor que la suya.” No se trata de imponer “la verdad”, sino de sostener con razones una postura. Imponer verdades es un acto de violencia. Y no existe justificación válida para ningún tipo de violencia. Disentir y debatir son pilares de una democracia. Pensar diferente no nos hace enemigos. Nos hace posibles constructores de una mejor Colombia, pluralista y democrática, fundada en el respeto y el consenso.


El experimento

 

Familiares y amigos (parafraseando a Ismael Serrano), hace ya varios días decidí hacer un experimento social, me dediqué a publicar mis opiniones sobre estados y mensajes en varias de mis redes sociales, especialmente aquellos que considero que publican mensajes polarizantes. Particularmente aquellos que desde mi óptica tienen problemas de evidencia empírica o discursiva y por no menos conceptual. Quedo en evidencia algo de lo que he estado estudiando para poder escribir: la incoherencia. Tomo como base en ensayo de Isahia Berlín especialmente la frase atribuida al poeta griego Arquíloco que dice «Mientras que el zorro sabe de muchas cosas, el erizo sabe mucho de una sola cosa», lo anterior para categorizar que existen dos tipos de personas en el mundo. Este ensayo fue analizado magistralmente por John David Lewis, en su texto grandes estrategias para indicar que la primera característica de los grandes estrategas de la historia fue el carácter. Indica el autor que el verdadero estratega es aquel que maneja la dualidad de los conceptos y además sabe cuándo ser erizo y cuando ser zorro, para los que no han leído el ensayo se erizo es ser de posiciones duras inflexible, mientras zorro es ser adaptativo flexible. Recomiendo mucho esta lectura. Volviendo al campo de mi experimento social y analizando las distintas intervenciones de los interlocutores noté que no aceptan estar equivocados y justifican sus posiciones con varias falacias argumentativas, es mas en su afán de parecer coherentes se cierran a la banda para defender posturas y no contrariar lo que ellos consideran políticamente correcto. Justificar comportamientos violentos, otros sectarios y dogmáticos con fundamento en luchas sociales y, pero descalificar las otras formas violentas solo tiene una palabra incoherencia. Etiquetarme cómo es que tienes un espíritu paraquito porque vote el blanco o eres castrochavista porque apoye el proceso de paz o un mariguano porque apoyo la legalización de la droga es también una forma de violencia. Alguna vez leí un artículo de J M Santos titulado es un idiota quien no cambia de opinión, escuchar los argumentos de la otra persona por lo menos puede generarte duda respeto de tu posición puede ser una forma de mantener la cordura y evitar los dogmas. Desde hace muchos los he considerado que la policía debe salir del min defensa, escuchar al presidente que la razón de ser de su traslado a ese ministerio es que cuando la policía estuvo en el ministerio del interior estaba politizada, realmente me puso a pensar y a recordar las lecturas sobre la violencia policial y la guerra entre el ejército (conservador) y la policía (liberal) en los momentos de la guerra partidista de la primera mitad del siglo XX. Sinceramente es algo que me preocupa que tengamos una policía en un ministerio eminentemente político y que esa no debe ser la solución. Tal vez pensar un estado federal y una policía departamental sin embargo aun así me da cierto temor pensar que un gobernador como Kiko Gómez tenga un cuerpo armado institucional con autorización legal del uso de la fuerza. Eso debe pensarse muy bien para que el remedio no salga peor que la enfermedad. Estar abierto al conocimiento, pensar de manera crítica y saber escuchar al prójimo puede generar paz y tranquilidad. Pensar que tengo la razón porque la mayoría piensa como yo puede volverse peligrosa pues si la mayoría volviera a pensar que el homosexualismo es una enfermedad retrocederíamos como sociedad. Cómo tampoco ser minoría que está judicialmente protegida tampoco me atribuye la capacidad imponer verdades y además formas de pensar. De ser así creo que estaríamos muy cerca de la policía del pensamiento de Orwell, y esa policía sea de derecha izquierda o progresista me da pavor. En conclusión, quitar monumentos de forma violenta considero no tiene ninguna justificación, hacer juicios atemporales de hechos ocurridos hace 500 años con fines políticos fuera que no tiene lógica, es sucio su uso político electoral buscando generar indignación y enemigos que no existen. De mi experimento solo puedo decir que como no tenemos la capacidad de cambiar de opinión sino una sociedad de idiotas.

Los Hipérbolos

 La ostraka fue una costumbre griega nacida en el seno de la democracia, en donde el castigo violento ya no cuadraba con el nuevo y civilizado modelo de gobierno. Con ella se buscaba castigar con el destierro a aquellas personas que no encajan en su cultura y que eran dañinas al sistema que buscaba la gloria del pueblo griego.

Esta práctica consistía en que cada año para las fiestas todos los ciudadanos votaban a través de un ostrakon (lámina de cerámica) escribiendo el nombre de la persona que debía ser desterrada. Por más de cien años la práctica se llevó a cabo sin ningún problema, sin embargo, en el 417 AC, un hombre molestoso para la comunidad de nombre Hipérbolo fue el más votado en la ostraka. El problema fue que nuestro personaje era un payaso o bufón que hacía molestas bromas y luego del destierro los griegos se arrepintieron de haberle aplicado la ostraka y esto llevó a la desaparición de esta práctica.

Hace unos años estuvo en la agenda de la opinión pública un evento de proporciones “catastróficas”, un autodenominado influenciador se le ocurrió la genial idea de coger jabones y cubrirlos con chocolate y dárselos a probar a los unos ancianos con un engaño de iniciativa económica, grabar todo el proceso y subirlo a redes sociales.

Varios usuarios de las diferentes redes sociales hicieron uso de la ostraka virtual y denunciaron la cuenta por publicación de contenidos ofensivos. El jovencito ante esto reacciona abriendo otra cuenta manifestando que se hará cargo de todo.

Hace unos años otra autodenominada influenciadora en su infinita sapiencia, se le dio por destruir las instalaciones del sistema de transporte masivo de Bogotá, cuando se percató de las consecuencias de sus actos la llevarían a la cárcel corrió a esconderse detrás de unas sábanas, y aún en ese momento iluminada en los soles de faruk se grabó pidiendo perdón y solicitando a sus seguidores como buena diomedista que no la desampararan.

Hace unos años, veíamos en televisión el personaje del Inspector Rodríguez en donde un abusadorcito no quería “respetarlo”. Hoy escuchamos a “Botaste el chupo” y nos reímos de que una persona saque quicio a otra y al final le diga “tranquilo” fue solo una broma.

En la actualidad en las redes sociales abundan los personajes que apunta de acciones ridículas o payasadas buscan ganar likes y seguidores, pues por un lado es una actividad económica y por el otro hay quienes buscan tener aceptación social y subir su autoestima. Estas acciones han generado diversas consecuencias, muertes por selfis, problemas de interacción social real y problemas muy serios como la depresión y el suicidio.

Publicar en redes sociales hace parte del derecho a la libertad de expresión, en ese sentido las publicaciones que realizamos se entenderían protegidas constitucionalmente, sin embargo, hay otro problema aún mayor y son las actividades de usuarios que tienen la intención de dañar a otras personas, Ex parejas publicando videos íntimos, videos o información con contenido falso y ahora bromas que ya atentan contra la salud de otras personas deben generar un rechazo unánime para que estas conductas desaparezcan y también con ellos los Nuevos CiberHipérbolos que apunta de bufonadas quieren ganar reconocimiento.

Esperemos que no suceda lo mismo que le sucedió a Hipérbolo que por ser un payaso los griegos resintieron de haberle aplicado la antigua costumbre. No sea que mandemos el mensaje equivocado perdonando comportamientos imperdonables y ya después extrañemos la ostraka.


Cartagena soy yo

Hace unos días el alcalde afirmó: “el que se mete con el desarrollo de la ciudad se mete conmigo”, en reacción a la orden de un juez que sus...