domingo, 24 de agosto de 2025

Cartagena Invisible

En los discursos oficiales, Cartagena se muestra como una Superciudad que avanza a paso firme. Colegios nuevos, ruedas gigantes, comedores y anuncios de turismo internacional llenan las pantallas de redes sociales.

Pero detrás de esa vitrina existe otra ciudad, una que no aparece en los videos institucionales ni en los hashtags: la Cartagena Invisible.
Es la ciudad de los niños que caminan a sus colegios sin señalización vial, de los barrios que viven entre aguas negras, de los cartageneros que ya no pueden disfrutar de sus playas por precios abusivos, y de las familias que sienten miedo cada vez que una moto pasa a su lado.
Esta Cartagena, la que se oculta, también merece ser contada.

Cartagena no es una ciudad uniforme: se organiza en tres localidades —la Localidad Histórica y del Caribe Norte (LHCN), la Localidad de la Virgen y Turística (LVT) y la Localidad Industrial de la Bahía (LIB)— que, a su vez, se dividen en 15 Unidades Comuneras de Gobierno (UCG). Según los datos de Ciencuadras (2013), en el territorio se reconocen 205 barrios distribuidos en estas tres localidades y quince comunas.

Este mapa administrativo, que en teoría debería garantizar cercanía entre la institucionalidad y la ciudadanía, revela también las brechas que alimentan la Cartagena Invisible: mientras unos sectores concentran la inversión, la visibilidad mediática y la promoción turística, otros acumulan años de rezago en servicios básicos, infraestructura comunitaria y seguridad cotidiana. La misma división político-administrativa que busca ordenar la ciudad deja al descubierto la desigualdad entre lo que se muestra y lo que se oculta.

Las cifras sociales confirman esta fractura. Según datos recientes, Cartagena tiene un 41,1% de su población en condición de pobreza moderada y un 13,2% en pobreza extrema. Es decir, más de la mitad de sus habitantes viven con carencias que afectan la dignidad cotidiana: acceso al agua, transporte seguro, vivienda adecuada y oportunidades laborales.

El contraste es brutal cuando se observan los indicadores de turismo y de ingresos del sector industrial. Mientras la ciudad recibe más de siete millones de visitantes al año y concentra operaciones estratégicas en su zona portuaria e industrial, una parte significativa de sus ciudadanos sigue atrapada en la precariedad. La paradoja se hace evidente: Cartagena brilla en las estadísticas macroeconómicas, pero se apaga en los hogares de sus barrios más vulnerables.

A este panorama se suma la tasa de desempleo del 12,4% en 2024, una de las más altas entre las principales ciudades del país. El desempleo no solo limita la capacidad de consumo de miles de familias, sino que también profundiza la sensación de exclusión en una ciudad que, paradójicamente, se proyecta como un motor de turismo e industria. La falta de empleo digno convierte en un espejismo las promesas de progreso: mientras la economía crece para unos pocos, la mayoría de cartageneros enfrenta la incertidumbre diaria de cómo sostener a sus hogares.


La inseguridad agrava aún más esta realidad. En 2024, Cartagena registró una tasa de homicidios de 36 por cada 100 mil habitantes, una de las más elevadas del país. Esta cifra refleja no solo la violencia que se vive en las calles, sino también la incapacidad institucional para garantizar el derecho básico a la vida y la tranquilidad ciudadana. Mientras la narrativa oficial insiste en la idea de una ciudad que avanza y se transforma, los cartageneros conviven a diario con el miedo, el sicariato y la sensación de desprotección.

Escuelas sin protección

En Cartagena, la seguridad escolar debería ser un compromiso innegociable. Sin embargo, la realidad es alarmante: en una revisión de campo realizada en 450 colegios y 27 universidades, encontramos que más del 79% de las zonas escolares no cuentan o no esta en condiciones que cumplan con la señalización vial reglamentaria.

Este dato revela una paradoja dolorosa. Mientras se anuncian megacolegios como símbolos de modernidad y transformación, los estudiantes que ya transitan por las calles siguen expuestos al riesgo diario de accidentes. Hablar de revolución educativa sin garantizar cruces seguros, reductores de velocidad o señales claras es construir sobre arena movediza.

La Cartagena Invisible es también esta: la de los niños que caminan a clases entre carros y motos sin que nadie les proteja, la de los padres que cada mañana encomiendan a sus hijos a la suerte del tráfico. Es una ciudad que se enorgullece de levantar colegios nuevos, pero olvida que la seguridad empieza en la calle.

Turismo que excluye

El turismo es uno de los motores de la economía de Cartagena. Cada año, más de siete millones de visitantes llegan a la ciudad atraídos por su historia, su gastronomía y sus playas. Sin embargo, este éxito contrasta con la experiencia del cartagenero común, que ve cómo sus propios espacios se le vuelven inaccesibles.

Los precios abusivos en zonas como Cholón o en restaurantes del Centro Histórico son prueba de una ausencia de control efectivo de la autoridad. Una limonada puede costar lo mismo que el salario diario de un trabajador informal, mientras los organismos de vigilancia se limitan a mostrar cartas de precios sin verificación real.

La Cartagena Invisible es esta también: la del cartagenero que ya no puede disfrutar de sus playas, la de las familias locales que miran desde lejos un paraíso convertido en privilegio para pocos. Se celebra el récord de turistas, pero se silencia la exclusión de quienes deberían ser los primeros beneficiarios del desarrollo turístico.

Barrios olvidados

Más allá de los anuncios de grandes obras y proyectos icónicos, existen comunidades que conviven a diario con la desidia institucional. En Santa Ana, por ejemplo, los habitantes llevan desde 2022 denunciando la presencia de aguas residuales que inundan sus calles, afectando la salud, el turismo comunitario y la dignidad de sus familias.

Este no es un caso aislado. En múltiples barrios de Cartagena, los ciudadanos viven entre problemas de alcantarillado colapsado, falta de drenajes y servicios públicos deficientes, mientras observan cómo la agenda oficial celebra ruedas gigantes, malecones o inauguraciones vistosas.

La Cartagena Invisible es la que no aparece en los videos institucionales: la de los niños jugando entre aguas negras, la de los líderes comunitarios que llevan años pidiendo soluciones sin respuesta, la de ciudadanos que sienten que su barrio no hace parte de la llamada Superciudad.

Seguridad que no llega

En campaña, el hoy alcalde fue una de las voces más críticas de la violencia: contaba uno a uno los homicidios y cuestionaba la pasividad institucional. Un año y medio después, los datos son peores y el silencio más profundo. La incoherencia es evidente: quienes prometieron autoridad se refugian en hashtags y ceremonias, mientras la ciudadanía sigue expuesta a la crudeza de una violencia cotidiana que no da tregua.

La Cartagena Invisible es, también, la ciudad del miedo: la de las madres que esperan a sus hijos en la puerta con temor, la de los barrios que anochecen bajo el eco de las balas, la de una ciudadanía que ha normalizado lo inaceptable.

La Cartagena Invisible no es un eslogan, es una realidad que se respira en cada esquina olvidada.
Mientras se inauguran vitrinas y se repiten hashtags, miles de ciudadanos siguen esperando lo básico: seguridad, dignidad y reglas claras.
Visibilizar estas ausencias no es revanchismo: es un acto de ciudadanía. Porque la primera condición para transformar una ciudad es reconocer lo que no se quiere mostrar.

Hoy hacemos visible lo invisible para recordar que Cartagena no se construye solo con cemento ni espectáculos, sino con coherencia, justicia y respeto por su gente.

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