Desde hace varios años, con el propósito de compartir reflexiones sobre dilemas morales y éticos con mis estudiantes, he escrito diversos textos. Hasta ahora, estos escritos rara vez trascendieron las aulas. Sin embargo, en los tiempos post-COVID-19, donde muchos de esos dilemas se han convertido en realidades palpables, considero oportuno abrir esta reflexión al público. Mi objetivo no es criticar ni satirizar, sino ofrecer un espacio para la introspección individual y colectiva sobre los retos que como sociedad enfrentamos.
Un ejemplo claro de esto es la percepción que, como caribeños, tenemos sobre nuestro proceso de evolución social. Al respecto, un sociólogo puertorriqueño, cuyo nombre omitiré, nos etiquetó como "caribernícolas", refiriéndose, según él, a nuestro limitado avance social. Desde esta perspectiva, en los próximos días quiero abordar algunos aspectos de la "Cartageneidad", no como un juicio, sino como un llamado a la reflexión.
El primer tema que abordaré es lo que podría considerarse un “mandamiento colombiano”: el “no dar papaya”. Esta expresión, parte de nuestro legado cultural denominado “malicia indígena”, se refiere a la necesidad de ser avispado y desconfiado para evitar ser víctima de la viveza del otro. Dicho de otra manera, los colombianos hemos interiorizado que debemos desconfiar constantemente, bajo la premisa de que el otro siempre busca sacar ventaja.
Además, este mandamiento se complementa con otro no oficial: “a papaya puesta, papaya partida”. En otras palabras, no solo debemos prever las acciones desleales de los demás, sino que, si se nos presenta la oportunidad, estamos moralmente inclinados a aprovecharla. Este comportamiento, conocido como “la ley del vivo”, es una característica que, en nuestra cultura, se valora y se transmite como una herramienta de supervivencia social.
Durante mi formación personal, especialmente en mi adolescencia y etapa militar, me inculcaron la importancia de desarrollar esta “viveza” para adaptarme a la sociedad. Sin embargo, esta actitud plantea interrogantes sobre el tipo de relaciones que promovemos. ¿Todas las interacciones sociales deben entenderse como negocios? Desde el punto de vista jurídico, esta forma de actuar podría vincularse al “dolus bonus” de los romanos, es decir, la habilidad de sacar ventaja en las transacciones.
No obstante, incluso desde un enfoque pragmático, la teoría de juegos sugiere que, en contextos de interacción repetitiva, la mejor estrategia es colaborar, no competir. En una crisis como la actual, donde se nos pide confiar en nuestros semejantes y cooperar para enfrentar los desafíos, esta cultura de desconfianza y oportunismo se convierte en un obstáculo.
Es evidente que no enfrentamos una guerra contra otro país ni una invasión extraterrestre. Es la naturaleza, en su proceso de evolución, la que nos está poniendo a prueba. Y, aun así, muchos se resisten a cambiar el paradigma. ¿Es esta una oportunidad para mirarnos al espejo y preguntarnos: “¿Estoy confiando en mis pares? ¿Estoy colaborando para que la situación mejore?”.
Es hora de cambiar el chip. Es hora de replantear nuestra mentalidad y creer en el poder de la confianza, la solidaridad y la colaboración. Es el momento de evolucionar como sociedad y repensar nuestra “Cartageneidad”, no desde la viveza o el oportunismo, sino desde un compromiso colectivo por el bienestar común.
El reto es grande, pero también lo es la recompensa: construir una sociedad más ética, justa y solidaria, capaz de enfrentar las crisis con unidad. ¿Estamos listos para dar ese paso? La decisión está en nuestras manos.
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