jueves, 16 de enero de 2025

De las Barras Bravas y Otros Demonios.


Por Luis Ernesto Ramírez Hernández

La pasión desbordada es una constante en la historia humana, capaz de elevarnos a alturas insospechadas o de arrastrarnos a las más bajas miserias. Gabriel García Márquez capturó esa dualidad en Del amor y otros demonios, donde la línea entre la locura y el amor se difumina hasta la obsesión. Esa misma lógica parece aplicarse, de manera perturbadora, en la violencia que emana de las barras bravas en el deporte y en la política, donde las emociones se desbordan en formas tóxicas que trascienden la simple lealtad y se convierten en agresiones irracionales.


En Colombia, como en muchas otras partes del mundo, las barras bravas no solo representan una parte colorida del espectáculo futbolístico, sino que han evolucionado hasta convertirse en verdaderos agentes de caos y violencia. La reciente situación en Medellín, donde un miembro de las barras generó disturbios que resultaron en sanciones al equipo local, pone de manifiesto un problema más amplio: ¿Hasta qué punto la pasión desmedida justifica la violencia?


Las autoridades han intentado frenar estos excesos con regulaciones y restricciones, desde cerrar fronteras hasta prohibir la entrada a los estadios. Sin embargo, el problema de fondo sigue sin resolverse: la pérdida del pensamiento crítico en aquellos que se dejan llevar por la pasión irracional. La barra brava no es solo un grupo de seguidores; es una manifestación de la ausencia de raciocinio colectivo, un espacio donde el individuo pierde su identidad para sumergirse en una masa guiada por la emoción y la agresión.


Esta lógica no se limita al fútbol. La política en Colombia ha sido, y continúa siendo, un campo de batalla donde las barras bravas han encontrado un nuevo terreno para desplegar su violencia, aunque ahora en forma de agresión verbal y cibernética. Alguno miembros del Pacto Histórico y del Centro Democrático, por mencionar solo dos ejemplos, actúan como si estuvieran en una cancha de fútbol, lanzándose ataques inclementes y sin fin. La crítica política ha sido reemplazada por la etiqueta fácil, la fake news y el insulto personal.

Lo preocupante es que esta dinámica ha llevado a una polarización social que recuerda los momentos más oscuros de la historia. El pensamiento crítico se ha desvanecido entre las filas de aquellos que, cegados por su devoción a líderes carismáticos, no permiten ni siquiera el más mínimo cuestionamiento. Atacar a su líder es, para ellos, atacarlos a ellos mismos. Esta simbiosis entre seguidor y líder, donde cualquier crítica se convierte en una ofensa personal, es peligrosamente similar al fanatismo religioso, donde el líder es visto como un mesías intocable.


La violencia, en cualquier forma, es inaceptable. No hay violencia buena o mala, solo violencia. Lo mismo debe aplicarse al terreno de la política: el uso del lenguaje violento, del ataque personal y de la deshumanización del contrario es una forma de violencia que debe ser proscrita en cualquier sociedad que aspire a ser democrática.


Vivimos en tiempos donde la opinión pública debería ser responsable, tanto en la esfera política como en la social. Sin embargo, lo que observamos es un incremento en los ataques irracionales, una incapacidad para aceptar la divergencia de pensamiento. Nos estamos sumergiendo en una espiral donde solo tienen cabida aquellos que piensan igual, eliminando cualquier espacio para el diálogo constructivo. Esto es alarmante, ya que una sociedad que no puede convivir con las diferencias está condenada al totalitarismo.


El reto que enfrentamos como sociedad es aprender a convivir con opiniones diversas, a debatir sin destruir, a criticar sin deshumanizar. Los líderes, sean deportivos o políticos, están llamados a ser criticados, pero esa crítica debe estar basada en hechos y argumentos, no en insultos o violencia. De lo contrario, estaremos perpetuando un ciclo de destrucción que solo beneficiará a los totalitarismos, aquellos que son el opuesto exacto de la libertad que tanto defendemos.


Es hora de dejar de ser barras bravas de la política y del deporte, y comenzar a ser ciudadanos críticos, responsables y tolerantes. Solo así podremos construir una sociedad verdaderamente democrática y libre

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